Con aquella muerte comenzó todo. Pese a lo trágico del suceso nadie imaginó las dimensiones que escondía. La relación directa fue la mala suerte. El momento equivocado. Absurdo destino que arranca la vida de un padre de 38 años mientras pasea con sus hijas y quizás imagina otra vida, sin galardones de guerra ni la miseria de Libia calando sus huesos; impresa en la retina de unos ojos que ya no podían contemplar el mundo como lo veían antes de convivir con el horror. Igual que quiso la ironía grabar el horror como último recuerdo del padre héroe en la memoria de sus niñas. Criadas en el lado seguro del mundo. Niñas que se disfrazan de princesas y duermen entre sábanas Disney. Niñas protegidas. De la guerra. Del hombre del saco.
En los primeros días de Julio los incidentes se sucedieron casi a diario. El día 2 un árbol se desplomó sobre un coche en la Ronda Sur de Entrevías, al día siguiente se derrumbó un pino en el Paseo de Recoletos y un olmo en el distrito de Entrevías. El 9 de Julio cayó una rama de 8 metros sobre la escalinata del Tribunal Supremo. El 22 y el 23 de Julio se desplomaron dos árboles de enormes dimensiones en el parque del Retiro, el segundo cerca de un área infantil hiriendo a una pequeña de 7 años. El asunto capitalizó titulares, debates televisivos, conversaciones en redes sociales, se denunciaron recortes, falta de jardineros, empobrecimiento general del cuidado de parques y arbolado de la Capital. El Gobierno abrió una comisión de expertos mientras hacía tiempo, consciente de que otro problema sustituiría la obsesión colectiva, los trendic topics, lo más le leído, lo más visto, lo más compartido. Después amnesia global.
Sol extendió las manos, adoptó la pose de sabelotodo. - A ver mamá, si los árboles crecen gracias a la magia de la naturaleza, pues está clarísimo, los árboles se caen porque la magia se está acabando. Lo sé por los duendes- . El grito de ¡mamá! interrumpió el movimiento de mis dedos torpes tratando de contestar los más de 200 WhatsApp acumulados que no leería nunca. El móvil se me cayó de las manos. - Perdona hija, ya te escucho, pero Sol cruzó sus brazos y dio una patada al suelo. – Siempre estás con el móvil – Me escudé en el trabajo, en el AMPA, en las miles de gestiones de casa, médicos, pagos, pero claudiqué y obtuve su perdón comprando una bolsa de palomitas y un sobre de picapica.
- Pues eso. Que la magia se está acabando. Estoy harta de pedir a los duendes que me ponga buena para que me dejéis de pinchar, pero ellos sólo traen regalos cuando toca pinchazo y no me curan. ¡Mentirosa, no pueden hacer magia, ni ellos ni yo!
-¿Cómo que tú no puedes hacer magia? Tú tienes la magia de los niños, la que hace sonreír a los mayores como si tuvieran cosquillas por dentro.
- Ay mamá, qué pesada eres. Y soltó un largo bufido. Te lo estoy diciendo. La magia se está acabando. Si no tienen los duendes cómo voy a tener yo, ¿eh?, ¿cómo?
De la escueta vacación el mayor placer fue olvidarme del móvil. Postergar los sucesos del mundo. Desconectar y sentir el vértigo de la libertad. Juanito se mantuvo distante,enganchado al chat de los colegas y al dudoso periodismo futbolero que casi consigue alcanzar la hegemonía de la que goza en los telediarios. Y el verano se fue sin mágicos momentos con los que aliviar el invierno. Como si contemplar el mar o una puesta de Sol hubiese perdido esa poderosa energía que durante el breve instante en que lo observas sientes como un breve masaje de placer acaricia un cuerpo agotado de rutinas y obligaciones. Las palabras de Sol flotaron en el ambiente, - ay mamá, qué pesada eres. Te lo estoy diciendo. La magia se está acabando-.
En Septiembre nos sobrecogió la segunda muerte. Un hombre de 72 años aplastado por la rama de un olmo en el barrio de Santa Eugenia. Paseaba, como cada día, por estirar las piernas y respirar un poco de aire fresco que disipase el olor a medicina y purrusalda. Tres días más tarde se desplomaron dos pinos frente a las puertas de un colegio en Sainz de Baranda. El día 17 se repitieron las caídas en pleno centro de la Capital, por la mañana en la Biblioteca Nacional, por la tarde en el barrio de Cascorro. Dejando gravitar cierta sensación de vulnerabilidad, de naturaleza inhóspita, casi malintencionada.
La comisión de investigación dictaminó lo que sabíamos todos, confluencia de ciertos factores ambientales, de recortes y 278 jardineros menos, de malas siembras y malas podas, errores urbanísticos, despilfarros, caprichos de alcaldes o egos arquitectónicos y concluyó con un alarmante aviso ante la posibilidad de una caída masiva de árboles durante el otoño. Informaron que habían iniciado nuevas líneas de investigación con la ayuda de expertos de otros países. Cerraron el Parque de la Capital y comenzaron los otros análisis.
Las redes ardían comentando la misteriosa plaga. Desde el posible suicidio de los árboles de Julio Llamazares a un experimento de instituto en Dinamarca. “Estudiantes de noveno grado diseñan un experimento científico para probar el efecto de la radiación de los móviles en las plantas”. Un grupo de chicas con sentido común (valor difícil de hallar en los círculos capitalinos) idearon un sencillo experimento convencidas de algo obvio, dormían peor cuando se acostaban con el móvil pegado a sus cabezas; inocente despertador que se apoya en la mesilla de noche. Crearon dos espacios, uno con router y otro sin él. Plantaron semillas en ambos lugares. En la sala del router no creció una mala hierba, las semillas murieron; en la habitación sin router las semillas germinaron, las plantas crecieron con normalidad. Coincidió el informe de la Comisión con el último estudio sobre los hábitos digitales de Occidente, revelando en la Capital las más altas dosis de adicción de los países integrantes en el estudio, titulares como “Una población entregada al Smartphone”, “Un porcentaje casi grosero de individuos constantemente conectados”, “El triunfo del whatsApp” o el “Histórico y vertiginoso crecimiento de las redes sociales” sustituyeron la obsesión colectiva, los trendic topics, lo más le leído, lo más visto, lo más compartido. Corrieron como la pólvora estudios que profundizaban en la incidencia de los móviles y sus ondas sobre la contaminación ambiental, el calentamiento global, el cáncer.
Sol comenzó a mirar debajo de las piedras, en los huecos de los árboles, dentro de cajas y botellas, en cartas donde sólo había movimientos de banco, multas de tráfico o papel mojado en publicidad.
- ¿Sol qué haces, hija?
- Pues que voy a hacer, mamá, buscar magia. La necesitamos.
Unos días encontraba una llave, otros una mariquita, una piedra con forma de corazón, un lazo. Todas esas cosas tenían un poco de magia, pero muy poca, y Sol juntaba los dedos, entornaba los ojos y decía, así de poco, ¿lo ves? Por eso necesito muchos pocos. Y los guardaba todos en un baúl confiando en acumular la suficiente magia como para salvar a los dos millones de árboles de la Capital o a los que sobrevivieran, bien de su propio desplome, bien del ejército de podadores que asolaba las zonas verdes de la Capital. Como termitas implacables, devoraban ramas rotas, árboles torcidos, raíces rebeldes.
Por su quinto cumpleaños llevamos a Sol al parque temático más caro de la Capital, con la esperanza de encontrar una inyección de esa magia que comenzaba a preocuparnos, al tiempo que invadía cajas y armarios de la casa. Pero sólo encontró unos trozos de papel de color púrpura. Los disfraces y decorados de cartón eran divertidos, pero de mentira. Y la magia de mentira no es magia.
Nadie celebró las navidades en la Capital. La tarde de Nochebuena la madre de Juanito se empeñó en irse con su hermana, la de Alicante, antes de que un árbol del infierno la aplastase como a un champiñón. Estaba aterrada. Aún notaba el arañazo de la rama que había rozado su espalda, segundos antes de aplastar a un todoterreno en las cercanías del parque de San Isidro. Primero un crujir, después un ruido atronador, como si el mundo se fuese a abrir a sus pies. Sólo unos segundos. Un paso menos. ¡Dios nos asista! Nos abrió la puerta con una tristeza tan marcada que parecía velar su propio duelo. Con las maletas preparadas, el cordero metido en tuppers y el pelo revuelto de horas de sofá edulcoradas en Sálvame, arrastraba los pies, daba la impresión de quebrase a cada paso, aquel torbellino de mujer, un tanque de voluntad imparable, disminuida de pronto. Parecía que la vieja intentaba mover sus músculos, concentrada entera en esbozar una sonrisa pero tan sólo pudo expresar una extraña mueca antes de cerrar la puerta con llave, con tal determinación que supe que no volvería jamás.
En Febrero se produjo la primera restricción del uso de los móviles en la Capital. Se prohibió la entrada en los grandes parques públicos con el teléfono encendido. Las multas por incumplimiento ascendían a 300 euros. Aún era pronto para información concluyente pero sí parecía demostrado el incremento de radiación debida a los aparatos móviles y su consecuente efecto sobre plantas y árboles.
A principios de Marzo la prohibición se extendió a parques infantiles de barrio y grandes vías arboladas aun cuando el silencio había sustituido los gritos de los niños en los parques hacía ya muchas semanas. En Abril no hubo descanso, pese al refuerzo de jardineros y a las continuas restricciones tecnológicas no pasó un solo día sin destrozos y lamentos. Las ventas de cascos, protectores y mascarillas se dispararon. Los desplazamientos se limitaron a lo estrictamente necesario. El miedo nos acompañaba incluso en el paseo a por pan.
El 15 de Mayo el viejo pino de nuestra urbanización destrozó la piscina y atravesó el piso de Paloma. Aquella misma noche lo hablamos por primera vez.
2. EN MITAD DE NINGUNA PARTE
El último fin de semana de Mayo decidimos iniciar las pesquisas. Entramos en el coche sin haber decidido un rumbo. Juanito cargó las maletas como quien mete ganado, arrancó el motor con el morro torcido.
- Tú que das crédito a las estupideces de tu hija y que tanto lees, en alguno de tus cuentos estará la dirección del Mago Merlín.
Si hubiese empezado a hablar quizá nunca nos hubiésemos ido, tampoco si me hubiese bajado del coche. Pero no hice nada. Y Sol se empeñó en que le diésemos el mapa. Que los niños eran los únicos que podían entender el mapa de la magia, que lo sabía por Peter Pan.
- Mamá, ¿dónde está mi varita?, la necesito.
Le di el mapa y empezó a pasar páginas, agitaba la varita y decía en tono imperativo, - varita mágica, dime ahora mismo dónde se esconde la magia. No, aquí no es. - Y pasaba otra página. - Mamá, concéntrate, como cuando fuimos a la montaña y nos concentramos y se puso a nevar y lo cubrió todo y nos robaron el trineo. ¿Te acuerdas? Tienes que cerrar los ojos.
Contesté con hartazgo de madre, cansada de todo. - Claro hija-. Antes de cerrar los ojos miré a Juanito. Las mejillas se inflaban y desinflaban, buscaba a manotazos algún disco que poner, después miraba a Sol, negaba con la cabeza, maldecía de cuentos chinos e hijas caprichosas por exceso de horas frente al perverso Ipad. Una madre que no tiene tiempo para educar a su hija, es más importante regalar las tardes a un trabajo de supuesta jornada reducida o a un estúpido blog. - Y mientras su padre se tumba en el sofá a wasapear con sus colegas del fútbol - lo dije con un veneno que me dejó mal sabor de boca.
Entonces llegó el grito de Sol, con esa voz de aguja que perfora el oído: - Papi, papi, la varita se ha encendido. Aquí, justo aquí. Mira mamá, lo he encontrado y lo repitió más de diez veces. Os lo dije. Sólo yo puedo descifrar el mapa mágico, vosotros no. Y nos sacó la lengua.
Levanté el diminuto dedo de Sol. Un lugar en mitad de ninguna parte. Un pueblo de la sierra de Guadalajara del que jamás había oído hablar: Albendiego.
- ¿Dónde coño vamos? Estalló Juanito.
- Hacia Guadalajara, me hundí en el sofá y suspiré.
Juanito arrancó el coche. Puso el último disco de Iván Ferreiro y no volvimos a hablar durante largo rato.
Al cruzar la frontera de la Capital desapareció el zumbido de la mala hostia, la calma se coló entre las ventanillas abiertas, incluso el ruido del motor emergía más suave, como si quisiera adaptar su ritmo al silencio de la carretera. En Azuqueca de Henares el cielo se abrió, las nubes formaron un sendero que desembocaba en un atardecer cálido, un horizonte de colores anaranjados, rosas y violáceos. - Mamá, papá, ¿lo veis?, es allí, donde están colores.
Intenté reproducir su voz en la memoria sorda. Me pregunté cómo habría sido su primer viaje hacia aquel Juzgado de Azuqueca de Henares. Sola, en algún vagón de cercanías camino a convertirse en mujer trabajadora. En su esfuerzo por desarrollar el yo, sin niños ni marido, ni educar, ordenar, cocinar, comprar, ese trabajo deslucido y sin días libres que no valoran ni las mascotas que llenan tus vestidos de pelos. Y me convencí de que todo iba bien. Que si ella inició el camino de la independencia en un juzgado de Guadalajara, aquello sólo podía ser una buena señal. No conseguí reproducir su voz, pero pude olerla. Su olor a bizcocho, a cítrico dulzón, un breve segundo, quizá de inspiración o de algo que va más allá de recuerdos sin voces ni olores, una de esas señales que quieres ver cuando intuyes que en algún momento abandonaste la autopista del destino y sigues dando vueltas, una y otra vez, recorriendo el mismo paisaje, el mismo bache, atrapada en el atasco circular de una absurda rotonda que te devuelve al inicio. Juanito dejó caer su mano sobre mi muslo, lo acarició despacio. Dudé que asociara aquel pueblo con mi madre ni tampoco con rotondas ni destinos circulares. Pero desvió la mirada y me observó con sus ojos pardos, soltó la mano del volante y me acarició el pelo. Como hacía mi padre cuando la decepción me oscurecía la mirada de bicho que quiere comerse el mundo. Una leve caricia, aquello sería todo. Sin explicaciones o reproches. Todo llega. Todo pasa.
A partir de Jadraque no nos cruzamos con ningún coche, un par de vacas tumbadas en la carretera, ciervos que observaban con ojos de búho y un verde intenso que lo cubría todo. El histérico pitido de los móviles adquirió una dimensión absurda, hasta que desapareció engullido por la falta de cobertura. Una hora después encontramos la señal de Albendiego. Giramos hacia la derecha, al final del camino atravesamos un viejo puente donde chopos y juncos formaban una cúpula de ramas y hojas. Como si nos adentrásemos en algún reino olvidado de la Tierra Media.
Dejamos el coche en una pequeña explanada al entrar al pueblo. Subía una cuesta de casonas de piedra, unas cubiertas de hiedra, otras con jardines de flores, otras abandonadas. Escuchamos el silencio mecido por el rumor del río, algún pájaro, el ladrido de un perro. Olía a leña, a bosque húmedo, a setas. Sol salió corriendo calle arriba y a los pocos metros se paró en seco. Un hombre de melena blanca subido a unos zancos gigantes y embutido en una chaqueta de frac de color turquesa brillante salió de algún lugar y atravesó la calle perdiéndose por entre las últimas casonas. A los pocos minutos volvió a aparecer y a desaparecer tras la última esquina. Tocaba un pito y gritaba algo que no pudimos entender. Bajó la cuesta con una agilidad sorprendente. Aún andábamos fascinados con la aparición del hombre zancudo cuando salió de otra casona una niña rubia con camiseta de rayas y nariz de payaso, corrió hasta la esquina y perdimos su pista cuando giró a la derecha. Se sumaron otros dos individuos vestidos con la misma camiseta de rayas y nariz de payaso. Llevaban tambores gigantes colgando de sus cuellos. Durante unos segundos la calle se pobló de individuos variopintos, magos con sombreros de copa, malabaristas descalzos y trapecistas con faldas de tul que salían del callejón de la derecha y corrían hacia alguna parte. El eco de sus risas resonaba entre las paredes de piedra. Como si no se quisiera ir. Sol les siguió; en el callejón descubrimos una pequeña plaza ocupada por la terraza de un bar. Un hombre vestido de duende hacia pompas de jabón gigantes. Un grupo de niños corría tras ellas. Apareció la niña rubia con nariz de payaso y les dijo a los demás que tenían que irse, que era la hora. Los niños corrieron tras ella y dejaron al duende soplando la burbuja más grande que Sol había visto jamás. Dudó entre quedarse con el duende o seguir a los niños, la pompa se elevó por entre las mesas, Sol corrió tras ella hasta estallarla y entonces volvió a recordar a los chavales, pero ya habían desaparecido al final de la cuesta. Juanito sonrió por primera vez. Seguimos la dirección por la que se fueron los niños. Llegamos a una plaza desierta, nos guiamos por el eco de las risas y un rumor que comenzábamos a notar cercano. Torcimos a la derecha. Bajamos una cuesta y Sol dejó escapar un suspiro de admiración mientras abría mucho los ojos y parpadeaba como para no perderse detalle de aquella pequeña carpa de rayas rosas y verdes plantada en mitad del pueblo. La lona estaba abierta, dentro no había nadie. Una barra vacía y un espacio decorado de sala de estar, una mesita baja, dos sofás llenos de almohadones y colchas, una mesa camilla con sillas rescatadas de basuras o abandonos, a la izquierda una estantería llena de antigüedades y libros, a la derecha ropa de segunda mano colgada de un perchero y todo tipo de artilugios circenses desperdigados por suelos y paredes. El otro lado de la carpa se abrió; el sol entró a raudales, creando un gigante halo del que surgió el hombre zancudo con su chaqueta brillante. La luz parecía irradiar de su cabeza, los rayos de sol convertidos en extensiones de sus mechones blancos. - Bienvenidos al hogar de la magia, el mago elefante blanco os saluda – Se inclinó a modo de reverencia y dirigió su sonrisa a Sol. Le faltaban dos muelas.
Sol abrió mucho la boca. Pero no pudo decir nada. Casi temblaba.
El hombre sacó una bola de cristal de su larga capa. – Anda, dijo, pregúntale lo que quieras.
Y Sol preguntó si estábamos en el país de la magia. Y la bola de cristal le dijo que sí. Y quiso saber si era la falta de magia quien hacía que los árboles de la Capital se muriesen. Y la bola le contestó que no había otra razón. Como si dudase, Sol planteó esta vez algo que ella misma conocía y propuso a la voz de pitonisa metálica la difícil cuestión de adivinar cuántos años tenía. Y la bola no dudó, cinco, ni uno más ni uno menos. Y así quedó demostrada la magia de aquella bola de cristal que funcionaba con pilas.
El mago se echó la capa hacia atrás mientras inclinó su cuerpo en una postura imposible hasta colocar sus ojos pintados a la altura de Sol. Déjame adivinar, dijo irguiéndose, puso su dedo debajo de la nariz, elevó los ojos y las manos hacia el último punto de la carpa, inspiró hondo. Volvió a mirar a Sol fijamente: - no habéis venido a visitar la iglesia medieval de Santa Coloma, ¿verdad?, habéis venido buscando un poco de magia. Y sin esperar respuesta, se dio media vuelta y con tono de sabio impostado afirmó, sólo si crees podrás verla, pequeña, sólo si crees, lo repitió en un murmullo, como si quisiera recordárselo a sí mismo. - Mi papá no cree, respondió Sol y bajó la vista como si buscase algún bártulo inútil en el que esconder esa fea verdad. Y el mago entonces se apeó de los zancos, se agachó junto a Sol, acarició su mejilla y le dijo, confía en mí, tú no te preocupes, ya verás cómo después de este domingo tu papá cree.
Fue a buscar algo tras la barra. Cogió tres pulseras rojas. All included, dijo, 25 euros, bueno, son cuatro días llenos de actuaciones, magos, malabares, titiriteros, actores, músicos. También hay talleres para niños, bajó la vista, como si le pesara la sucia tarea de hablar de dinero, el desayuno también está incluido, churros artesanos, y el domingo hay comida popular, guiso de cuchara, de aquí, del monte, os vais a chupar los dedos; el programa lo detalla todo. Nos entregó una cuartilla de papel con un programa de actividades, talleres y propuestas culturales donde cabía toda expresión artística, para grandes y pequeños, en aquel pueblo perdido de la sierra de Guadalajara, bajo las siglas del MYAU. Saqué 75 euros, me devolvió 25 y tres pulseras. Aquí los niños no pagan, contestó con repentina seriedad. Comienza el Pasacalles, si queréis ser parte del MYAU, seguirme, la mejor manera de entender el MYAU es vivirlo, añadió. Volvió a subirse a los zancos y salió de la carpa en un par de zancadas gigantes.
Tal y como dijo el mago Mario, vivimos el MYAU como si fuéramos niños. Sucedió cuando se abrieron las puertas de la carpa grande, situada ya al final del pueblo, tras la última farola. Tenía las mismas rayas verdes y rosas que su gemela pequeña, pero era mucho más grande. Se veía majestuosa, iluminada por el potente foco de la luna nueva del 28 de Mayo, como si hubiese salido solo para realzarla a ella, destilando toda su energía por entre los árboles, los huertos, las casonas de piedra y todos los que celebrábamos el reencuentro con la magia bajo su lona de rayas. No hacía falta creer en Wiccas, ni en fases lunares o hechizos, bastaba con estar allí para sentirlo. Pedimos unas cervezas y nos sentamos en primera fila. Se apagaron las luces, sonó un redoble de tambores, el mago Loke salió a escena iluminado por un único foco, el murmullo desapareció: Señoras y señores, niñas y niños, gentes del Campo y del Circo, amantes de ambas por igual estamos de enhorabuena porque el MYAU ya es una realidad. Y poco a poco sucedió. Cierta capa de mugre pareció desprenderse de una piel apática, nos sentimos ligeros de realidad, como si flotásemos entre las risas y los aplausos, en el viaje iniciático al país de nunca jamás. Y asomó la otra dermis, la que siente cosquillas y es capaz de sorprenderse con ilusión de niño. Quizá no esperábamos una calidad semejante, o números tan completos, o una carpa con focos, sonido e iluminación como si estuviésemos en algún teatro de la Capital, o unos diálogos tan inteligentes, con una agudeza calculada para conquistar al adulto más descreído, o poder tomar una cerveza y fumar sin sentirme asesina de masas mientras el humo y la risa se mezclaban en aquella noche singular.
Fue la primera noche que Juanito yo conocíamos a un mago, les tocamos, hablamos con ellos, bailamos, bebimos, nos hablaron de sus hijos, de sus mujeres y de una vocación cuyo único lenguaje es la ilusión, ¿y a quién coño le importa la ilusión? A mí, y a todos estos desgraciados que nos dedicamos a cultivar unos valores que esta sociedad ahoga entre tornillos y tablones con los que fijar su supuesta seguridad. Seguridad no sé, quizá comodidad, pero cárcel también. No han dejado ni una rendija para que vuele la fantasía. El sudor de magos y titiriteros se paga con miseria, dos monedas arrojadas a una boina, unos céntimos, un par de euros, un billete de cinco algún turista cuya cultura aún presta atención a la magia. Eso es todo. Por mantener viva la ilusión, por dotar a la rutina de cierta sorpresa, por arrancar sonrisas. Una vida de puta sin casa. Dos divorcios me avalan. Esa es mi jodida realidad.
Nos presentaron a un alcalde que aún soñaba con Peter Pan y al grupo de adultos que habían hecho posible imaginar un pueblo donde crecían carpas de circo en los bancales, y los habitantes aprendían música y teatro en las funciones de Cabaret, en el CineForum de la carpa pequeña, otros preparaban pócimas mágicas que cicatrizaban heridas o curaban herpes en tiempos milagrosos y a un grupo de héroes anónimos, los que se juegan la vida en el monte, sin más protección que unos equipos trasnochados y recortes en todo excepto en las horas de guardia, cuando aprenden el lenguaje de ruidos, olores y colores que pueblan largas horas de soledad, de frío, o del calor asfixiante de un incendio que se salda con la vida de ocho compañeros, en un paraje donde el individuo escasea y cada vecino es parte esencial del todo.
La música ponía el broche de cierre a las noches mágicas de la carpa grande. Primero en vivo, un grupo con algún componente mítico de una banda de rock, esa balada de Frío cuya melodía despierta noches que lo cambiaron todo; de la nada a un exceso de todo, de un plumazo, libertad, música, rock, drogas, arte, el Rock Ola y la movida. Juanito y algunos otros se rompieron la voz en un homenaje quizá a todos los que ya no podían cantar con ellos. Noches en las que todo llegaba, días en los que todo pasaba. Excepto para un hermano o para el compañero de colegio con quien rompía los cristales de las aulas a balonazos. En ellos se quedó la muerte enganchada a un brazo o al pulmón, a la edad de Jesucristo, incluso antes, sin haber rozado los treinta. Después una sesión de DJ que no vimos terminar, pero que hizo viajar a Juanito hasta los rincones más venerados de aquellos tiempos de ritmo y rock and roll cuando buscaba canciones para cada momento. Y me lo repitió convencido. Lo sé. No me preguntes cómo ni por qué pero lo sé. Ese DJ ha nacido en el 66. ¿Qué te juegas? Se llamaba Iván, nacido en el 66 como Juanito, adicto a la música como lo había sido Juanito hasta que el estribillo de la crisis y el crujir de los árboles caídos silenciaron las demás melodías. Durante dos horas hablaron Iván y Juanito de tesoros musicales, y así, de perfil, reconocí el parecido con Sol cuando explica la magia que esconden sus tesoritos.
Y sí. Juanito creyó y sintió que la magia cohabitaba junto a nosotros en aquel pueblo de apenas 30 habitantes censados; y el lugar nos conquistó como no lo había hecho ningún lugar en el mundo. Sin aditivos ni añadidos turísticos. Voluntad. Ilusión. Carpas de circo. Magos. Cabarets. Palabras que en la Capital suenan a cuento de hadas a teatro o a estreno de ficción.
En apenas dos días Sol conoció a la burra Margarita, acarició su piel y le dio de comer. Cogió moras y llenó una cesta entera que utilizaron por la tarde para el postre del taller gastronómico. Ganó una gymcana, se subió a un trapecio, aprendió trucos de magia, la tiraron al pilón, participó en una guerra de tartas tan larga que daba la vuelta al pueblo entero, asistió a sus dos primeras galas de circo nocturno en la carpa grande, salió por la noche y bailó bajo el techo abovedado de lona de una carpa levantada con el callo de la ilusión y el sudor de magos y vecinos, allí mismo se enamoró de Mario, y de Izan; Vanesa la adoptó como hermana pequeña y arrancó las risas de todos con su convencimiento profundo de haber encontrado un lugar donde hasta papi tiene que creer en la magia porque él también la ha visto con sus propios ojos. Sin ondas magnéticas de horribles móviles que están acabando con la magia y embrujan a los padres.
El domingo Sol terminó de llenar su mochila de Hello Kitty. No quiso que la metiésemos en el maletero. La llevó a su lado y los primeros kilómetros se los pasó explicándonos la magia que albergaban su tesoritos. Una caja de moras, el dinosaurio de Mario que era el juguete abandonado de una cría de dragón, el palo de Izan con el que había encontrado la seta más grande de todo el bosque, una hoja seca de los árboles del puente mágico, una bola de malabares, la pulsera del MYAU con la que puedes entrar en todos los espectáculos de magia del mundo, el programa del MYAU donde están escritas las actuaciones mágicas, el cartel de Berta que ganó el concurso del MYAU, un papel con un beso de mariposa de Mara, la pestaña postiza del número de Owen, lentejuelas del frac del mago zancudo, un disco de rock de temazos de Iván, un tupper de croquetas con la receta secreta de Mada, un dibujo de Rafa hecho con hojas, arena, palos, piñas y todas las cosas que recoge en el trabajo, cuando no hay incendio, claro; el bote de poción curativa de Rafa y Mario, un DVD sobre el circo con las películas interesantes de Javier, y la peluca del cabaret de Piluca, y un yogur natural de Carlos con las hierbas mágicas para la tripa, y una piedra con su nombre y un sol dibujado que le había hecho Vanesa, que ya era su casi hermana, un ramo de flores que cogió paseando con Marta, el cuento de Peter Pan que le regaló el Alcalde y un bote de mermelada de fresa del huerto mágico de Koke. Había vaciado la mochila de Hello Kitty. Era su último tesoro.
- Pero mamá, tenemos que volver, esta magia es muy poca. Con esto no puedo curar todos los árboles de la Capital, ni siquiera los del parque de casa. Y soltó un enorme bufido, cruzó manos y piernas, arrugó la nariz y dijo que quería tener dos casas. Una en Albendiego y otra en la playa, dicho lo cual se durmió.
El sol se ponía tras el paisaje de Atienza tiñendo su castillo con matices rojos, naranjas que se tornan violáceos, rosas que viajan entre el salmón y el fucsia; matices que sólo capta el ojo, ni lentes ni paletas de pintor, sólo estar allí presenciando la puesta de sol.
- Este es el lugar. Es el lugar, repitió Juanito.
Su voz sonó distinta. Me fijé en su perfil. Tenía la piel más elástica, el gesto relajado, semblante optimista. Percibí una cercanía desacostumbrada, cierta ensoñación de cuando todo parecía posible, como si hubiese dejado entreabierto el portón de la fantasía, sin asomo del oscuro rencor que solían arrastrar sus parcos monosílabos. Cogió mi mano, apartó los ojos de la carretera y me miró:
- Ahora sí, dijo. Murmuró algo que no entendí y apretó mi mano, fuerte, sin soltarla.
Observé el paisaje, todo era distinto, como si lo contemplase por primera vez y comprendí que viajábamos por la utopista de nunca jamás donde no había atascos ni rotondas circulares, sólo la ilusión del reencuentro con el niño perdido.